Ke!880 Premios que apalancan la energía de los inquietos: de la medida de la longitud al turismo espacial

Ke!880 Premios que apalancan la energía de los inquietos: de la medida de la longitud al turismo espacial

Navegar por los mares cuando no sabías con certeza por dónde ibas debía ser realmente una aventura. Creías que estabas en alta mar, y en realidad estabas a punto de encallar en un arrecife. Era fundamental encontrar en el siglo XVIII una manera fiable de determinar en qué punto del Globo estabas. Más concretamente, se trataba de encontrar un segundo posicionamiento además del ya conocido de la latitud (distancia angular sobre el ecuador).

Podemos imaginarnos la discusión político-económico que supuso tal reto. Y las propuesta de “inversión en I+D” que surgieron de los más diversos foros (entre otras cosas, para garantizar la primacía en los mares). Pero la verdad es que el problema se resolvió de una forma distinta: acudiendo al estímulo a la iniciativa de los inquietos.

En 1714, el Parlamento Británico estableció un Premio a la persona o personas que descubrieran una forma de determinación fiable de la longitud (o sea, de la distancia angular a un paralelo de referencia, por ejemplo, el de Greenwich). La cantidad prometida al ganador era suficientemente estimulante para tomársela en serio: 10.000 libras a un método de determinación de longitud con una precisión de 1 grado (que se convertían en 15.000 si la precisión era de 40 minutos, y en 20.000 si era de medio grado, o sea, 30 minutos).

El reloj H4 de Harrison.

No se consiguió hasta 1761, fecha en la que John Harrison consiguió construir un reloj preciso con el que se podía medir la longitud con una precisión de medio grado. Lo más interesante de su proyecto inventivo (explicado con pasión en el texto Longitude, de Dava Sobel), es que dio la vuelta completamente al enfoque hasta entonces tomado. En lugar de centrarse en construir tablas precisas de las posiciones de las estrellas y la Luna, construyó un reloj para determinar la hora exacta, y comparar entonces la posición del Sol en las tablas astronómicas con la posición del Sol en la hora local medida gracias al reloj.

La historia de Harrison es la de los innovadores de todas las épocas: no le creyeron. De hecho, no fue hasta 1773, y gracias a la intervención directa del rey Jorge III que el Parlamento le concedió el Premio (y el dinero). La medición de la longitud fue un reto que resolvió la iniciativa de un inquieto, estimulado por un Premio.

Pocos años más tarde le tocó el turno al ferrocarril. El primer aparato que se reconoce como una “locomotora de vapor” fue la de Richard Trevithick en una mina de carbón de Gales, en 1804. De hecho, la historia de esta máquina pionera (que llevaba el retador nombre de “Catch me if you can”) es digna de ser explicada en todo curso de innovación: fue el resultado de la “hibridación” entre las vagonetas para extraer carbón, dispuestas sobre rieles para que se deslizaran mejor, y la máquina de vapor para achicar agua de las minas, obra de Thomas Newcomen (1705), muy mejorada, años más tarde, por Thomas Watt (y patentada en 1769).

La locomotora Catch me if you can de Trevithick

La primera línea de ferrocarril del mundo se estableció en 1825 entre las dos ciudades industriales inglesas de Stockton y Darlington (de 39 kilómetros de longitud), y fue ideada y construida por George Stephenson. Con ello se inició la revolución del ferrocarril, que dio pie a la transformación industrial de Occidente. Y fue entonces cuando, de nuevo, se hizo una nueva llamada a la iniciativa privada. Los promotores de la que sería la línea férrea entre Manchester y Liverpool ofrecieron la cifra de 500 libras de la época (una importante cantidad) a quién consiguiera construir una locomotora “que pudiera arrastrar el equivalente a tres veces su peso una distancia de cuarenta veces una milla y dos tercios” (o sea, casi 70 millas). Un reto que estimuló a todos los pioneros de las locomotoras. Y que ganó el propio George Stephenson, en 1829, con su máquina Rocket. Así, la consecución de una locomotora eficiente fue un reto que resolvió la iniciativa de un inquieto, estimulado por un Premio.

Casi un siglo más tarde, en 1919, nos encontramos con el Orteig Prize, establecido por el magnate hotelero de origen sud-francés Raymond Orteig, que prometía 25.000 US$ al primero o primeros que realizara una travesía del Atlántico en un aeroplano, hazaña conseguida (además en solitario) por Charles Lindbergh con su “Spirit of Saint Louis” en 1927. La gran pregunta es, obviamente, si Lindbergh lo hizo por satisfacer un reto personal o si lo hizo (sólo) por dinero. En cualquier caso, la demostración de la utilidad de los aviones en el transporte transoceánico (hasta entonces reservado a los barcos y zeppelines) supuso el boom de la aviación. De nuevo, una industria que se aceleró como consecuencia de la conjunción de iniciativas de un inquieto, Orteig, y de un aventurero, Lindbergh. Un Premio al que siguieron otros muchos.

Lindbergh frente a su Spirit of Saint Louis.

La mayor parte de estas innovaciones estimuladas por Premios demuestra cómo con el (limitado) dinero del mismo se estimulan inversiones mucho mayores: según algunos, los 25.000 dólares del Orteig Prize estimularon que nueve equipos diferentes invirtieran en conjunto más de 400.000. Generando además, por el camino, muchas nuevas innovaciones de potencial utilidad. Se demostraba así, una vez más, el “potencial palanca” de los Premios en metálico.

Inspirándose en este último Premio, el emprendedor Peter Diamandis ideó en 1996 el que denominó X-Prize, que prometía 10 millones de dólares a la primera iniciativa privada que consiguiera llevar a 100 kilómetros de altura (o sea, a lo que la Federación Aeronáutica Internacional define como “la frontera del espacio”) una nave pilotada, con el peso equivalente a tres personas, dos veces en el espacio de quince días.  

El SpaceShipOne de Scale Composites aterriza.

Veintiséis equipos respondieron al reto, que se satisfizo el 4 de octubre de 2004 por la empresa Scale Composites con su nave SpaceShipOne (Paul Allen, cofundador de Microsoft, era la fuente financiera del proyecto). Pocos días después de conseguirlo, Sir Richard Branson entraba en la empresa y fundaba Virgin Galactic (cuyo director de operaciones, Alex Tai, nos explicó todos sus objetivos en el Next’06, nuestra cita anual con la imaginación, en Barcelona), con el objetivo de lanzar con ello la industria del turismo espacial.

Lo que hace original el X-Prize fue, además de su objetivo, la forma en la que Diamandis consiguió los 10 millones de dólares que se prometían al ganador: lo hizo convenciando a una empresa de seguros para que asegurara que la hazaña requerida por el Premio era imposible, o sea, aseguró que “era imposible que nadie ganara”. Sólo le faltaba entonces encontrar quién pagara la prima del seguro, cosa que consiguió al convencer a los hermanos Ansari, millonarios de origen iraní que hicieron fortuna en las telecomunicaciones. Tras ello, claro está, el X-Prize pasó a llamarse el Ansari Prize. Para rematar esta rocambolesca historia, alguien (de mucho fiar) me ha contado que la empresa aseguradora en cuestión era europea…

El turismo espacial ya está en marcha. Incluso hay quién ya ha propuesto un premio de 50 millones de dólares a la primera nave espacial privada que ponga en órbita, en un espacio de 60 días, a cinco personas, antes del 10 de enero de 2010 (es el America’s Space Prize, establecido por Robert Bigelow).

La propia NASA se ha añadido a la fiebre de los premios, estableciendo los Centennial Challenges, una serie de concursos para conseguir incitar a la iniciativa privada en la resolución de una serie de problemas concretos de importancia para el progreso de la industria espacial (http://centennialchallenges.nasa.gov).

Hay muchos más ejemplos de Premios establecidos en todo el mundo para estimular la mente humana (véase una lista en Wikipedia, http://en.wikipedia.org/wiki/List_of_prizes). Muchos de ellos son a posteriori, o sea, como reconocimiento a la labor de una vida. Pero aquí nos interesan los que tienen por objetivo estimular la búsqueda de soluciones. Aquí quizás la lengua inglesa es más precisa: se trata de Prizes más que de Awards.

Un último ejemplo. El 15 de diciembre de 2005, Curtis Cooper y Steven Boone, profesores de la Central Missouri State University, encontraban el 43avo número primo de Mersenne (primos del tipo 2n-1, véase http://www.mersenne.org/). Se trata del enorme número 230402457-1, el número primo mayor conocido, que tiene la ingente cantidad de 9.152.052 dígitos (todo él disponible en la página http://www.arsfoodcourt.com/43.txt). Con ello, casi consiguieron los 100.000 dólares de premio, establecidos por la Electronic Frontier Foundation, a quién encuentre el primer número primo con 10 millones de dígitos. Un premio que se eleva a 250000 dólares para quién consiga el primer número primo con 1000 millones de dígitos.

Nos podemos imaginar algo parecido con, por ejemplo, los sistemas operativos. ¿Un Premio significativo al equipo que consiga un sistema operativo simple que haga sombra al líder? O, ¿qué tal un Premio al equipo que consiga la mejor traducción automática, por ejemplo, del inglés al chino?

Quizás deberíamos plantearnos la utilidad de las subvenciones, frente al estímulo que representa un reto bien remunerado. Premios que estimulan la energía de los inquietos.

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